Hola
No hace mucho efectué un llamamiento público a través de una serie de preguntas relacionadas al grado de influencia de los media sobre el fenómeno ovni
Hoy
hago lo mismo, pero esta vez se trata de la literatura y los conceptos improbables lanzados por las que el escepticismo denomina pseudociencias
Espero que se sumen muchas voces a este ejercicio dinámico e interactivo, no me fallen.
Comenzaremos por un tema cautivante de por sí: los mundos
Paralelos
MIR
- Universos Paralelos???
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida. |
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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XIII Premio de Novela Ateneo Joven
EL MAPA DEL TIEMPO : LOS MUNDOS PARALELOS
Londres, 1896. Innumerables inventos hacen creer al hombre que la ciencia es capaz de conseguir lo imposible, como demuestra la aparición de la empresa Viajes Temporales Murray, que abre sus puertas dispuesta a hacer realidad el sueño más codiciado de la humanidad: viajar en el tiempo, un anhelo que el escritor H. G. Wells había despertado un año antes con su novela La máquina del tiempo. De repente, el hombre del siglo XIX tiene la posibilidad de viajar a otras épocas, como hace Claire Haggerty, una joven acaudalada e insatisfecha que está convencida de que ninguno de sus pretendientes puede ofrecerle el amor verdadero. Esa insatisfacción la llevará a viajar al año 2000, donde se enamorará de un hombre del futuro, un hombre que en su época aún no ha nacido, con quien vivirá una historia de amor a través del tiempo. Pero no todos desean ver el mañana. Andrew Harrington es un joven que pretende suicidarse al comprender que nada podrá borrar el dolor que que siente por la muerte de su amada, una prostituta llamada Mary Kelly, que fue la última víctima de Jack el Destripador. Pero abandona la idea cuando le ofrecen viajar ocho años en el pasado para salvarla de la muerte él mismo. Y el propio H. G. Wells sufrirá los riesgos de los viajes temporales cuando un viajero del futuro llegue a su época con la intención de matarlo para publicar sus novelas con su nombre, obligándolo a emprender una desesperada huida a través del tiempo, atravesando la II Guerra Mundial y los años ochenta hasta perderse en un futuro tan remoto como insondable.
En El mapa del tiempo Félix J. Palma teje una fantasía histórica tan imaginativa como trepidante, una historia llena de amor y aventuras que rinde homenaje a los comienzos de la ciencia ficción, y transportará al lector al fascinante Londres victoriano en su propio viaje en el tiempo.
EL MAPA DEL TIEMPO (6): LOS MUNDOS PARALELOS
Os he mentido. Durante todo este tiempo no he hecho otra cosa que mentiros vilmente. Mi novela El mapa del tiempo no trata de viajes en el tiempo. Trata de mundos paralelos, que ejercen en mí una fascinación aún mayor que los viajes temporales. Mundos paralelos, sí, esos casi plagios del nuestro que surgen cada vez que tomamos una decisión, cada vez que escogemos un camino y rechazamos el resto, ramificando así el universo, enmarañándolo o enriqueciéndolo, pero en cualquier caso rebañando todas y cada una de sus posibilidades.
Los viajes en el tiempo han fascinado al hombre desde siempre, especialmente a los científicos, que no cesan de debatir sobre las posibilidades de que puedan llevarse a cabo, y a los hacedores de ficciones, por supuesto, a cuya imaginación ofrece unas alas incuestionables. Se dice que el primer relato que trató el asunto fue El reloj que marchaba hacia atrás, de Edward Page Mitchell, escrito en 1881. En nuestro país, apenas unos años después, el dramaturgo español Enrique Gaspar publicó El anacronópete, la primera novela de la que se tiene noticia en la que aparece una máquina del tiempo, aunque sólo permite viajar al pasado. Se trata de un libro delicioso por la ingenuidad que hoy nos despierta, ya que el anacronópete, una enorme caja de hierro fundido, solo necesita volar alrededor de la Tierra en sentido contrario a su rotación para retroceder en el tiempo. Y como no podía ser de otro modo, el funcionamiento de la máquina se nos explica con todo lujo de detalles durante dos arduos pero entrañables capítulos, según la moda impuesta por Verne. Si a alguno le interesa esta obra, escrita en formato de zarzuela, puede encontrarla en Minotauro, exquisitamente editada.
A pesar de que, como ya he dicho, fue el primer autor en concebir el viaje en el tiempo mediante un artefacto mecánico -hasta el momento se habían realizado usando la magia, la hibernación, las drogas o la hipnosis-, nadie menciona a Gaspar como precursor de los viajes temporales, sino a H. G. Wells, quien con su novela La máquina del tiempo le arrebató toda la gloria. No es extraño, ya que Wells fue mucho más hábil a la hora de hilvanar una explicación científica verosímil, que mezcló, además, con una especulación filosófica acerca del futuro. Con el correr de los años, los escritores de ciencia ficción han ideado todo tipo de formas de viajar en el tiempo, ya fuera con cachivaches similares a la máquina de Wells, algunos con el añadido del desplazamiento espacial, como los spider volantes que conducen los patrulleros de Guardianes del tiempo, la novela de Poul Anderson, o mediante otros métodos, como los portales temporales creados por algún fenómeno natural o artificial de esos capaces de causar una fisura en el continuo espacio-tiempo, o incluso, si me apuran, por el despertar de una marmota, como sucede en la deliciosa Atrapado en el tiempo.
Pero más interesante que el cacharro en el que se realiza el viaje, es su por qué. Y hay un motivo por cada escritor de ficciones, aunque el que se lleva la palma es el de querer salvar el mundo, deshaciendo algún horrible futuro mediante la eliminación del hecho del pasado que lo desencadenó, que es a lo que últimamente se dedica Peter Petrelli en Heroes. Pero los propósitos pueden no ser tan nobles, y nunca falta quien pretende alterar el pasado con espurios fines personales, por lo que incluso debe crearse una policía del tiempo, como sucede en la entretenida Timecop, de Jean-Claude van Damme. También pueden organizarse viajes de estudio, naturalmente, aunque habría que vender muchas camisetas para viajar al jurásico y presenciar las carreritas de los velociraptores. O realizarse con fines turísticos, como ha hecho un servidor en El mapa del tiempo.
Pero, ¿puede cambiarse el pasado, ya sea deliberadamente o pisando sin querer la ubicua mariposa que provocará la onda de cambio capaz de remodelar el presente, bautizada en algunas ficciones como "cronoseísmo"? Los estudiosos y creadores se dividen en dos bandos a la hora de responder esta cuestión. Los aburridos dicen que no, que el tiempo posee un blindaje que lo mantiene inalterable, una especie de autoconciencia que vela por su cohesión, lo que evitaría que se produjesen paradojas como la conocida paradoja de la abuela: ¿qué pasaría si viajo al pasado y le vuelo la cabeza a mi abuela antes de que la pobre tenga descendencia?
Evidentemente yo no llegaría a nacer, por tanto, ¿cómo podría viajar en el tiempo para cargármela? Eso viene a ser una variante de lo que le sucede a Marty McFly en Regreso al futuro. No mata a su madre antes de que tenga descendencia, pero sí logra por error que se enamore de él, en vez de hacerlo de su futuro padre, por lo que el resultado es el mismo: él no nacería. Aunque en la peli Michael J. Fox no desaparece al instante, sino que dispone de tiempo extra para intentar reparar el entuerto.
Pero estábamos hablando de mí, el asesino de abuelas. Si eso ocurriera, si yo viajara al pasado para eliminarla en un universo que resultara inalterable, la pistola me estallaría en las manos, o fallaría el tiro y mataría al oso que iba a devorarla, convirtiendo mi viaje en algo necesario, pues lleva incorporado el cambio mismo. Al querer matar a mi abuela, evitaría su muerte, mira por dónde.
La otra teoría es mucho más atractiva, en mi opinión. Afirma que el pasado no está protegido, que puede cambiarse a nuestro antojo. ¿Qué pasaría entonces si viajara en el tiempo con el propósito de matar a mi abuela? Pues que no llegaría a mi universo, sino a un universo paralelo, idéntico al mío, salvo por un detalle: la presencia de un viajero del tiempo. Así, el universo se escindiría en dos líneas temporales: en una, mi abuelo ha sido vilmente asesinado; en la otra sigue vivo, y yo provengo de dicha línea temporal aunque ahora esté en otra.
Reconozco que la teoría de los mundos múltiples me chifla. Me imagino que cada vez que me enfrento a una situación donde existen dos o más elecciones posibles, mi decisión ramifica el universo, que por defecto se hace eco de todas las opciones posibles, y de algún modo me sucede todo lo que puede sucederme. Así es el multiverso: el superviviente de una tragedia aérea falleció en una realidad paralela, el equipo vencedor perdió en el universo vecino, el beso que no dimos a Elsa Pataky lo disfrutamos en el mundo que hay más allá de nuestros sentidos. Así que siempre ganamos y perdemos, somos felices y desgraciados, viajamos en metro y tomamos el autobús también. Lo importante es estar en el universo menos jodido. Yo, al menos, me alegro de estar en el universo en el que mi novela ganó el Ateneo de Sevilla, y no en el universo vecino, en el que, dado que todo es posible, lo ganó Sofía Mazagatos con una novela en la que imitaba a su idolatrado Mario Vargas Llosa.
http://www.felixjpalma.es/node/44
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Philip K. Dick: una mirada al hombre
Philip K. Dick (PKD para los "amigos") es un escritor de sobras conocido para los aficionados al género de ciencia ficción. Por cierto, él siempre ha querido ser un escritor de literatura general reconocido, pero escribía "novelitas" de ciencia ficción para poder comer y, supongo, porque tampoco se le daba tan mal. Acusado de escribir en algunas ocasiones bajo los efectos de las drogas, escritor maldito para algunos y una auténtica figura de culto para muchos, Dick es sobre todo controvertido, de ideas poco convencionales y como él ha afirmado en alguno ocasión muy propenso a meterse en líos. Asolado por numerosos traumas desde su infancia, comenzando por la muerte a las cinco semanas de su hermana gemela posiblemente por negligencia de sus padres, y con una agitada vida amorosa acumuló ideas originales y extrañas sobre la religión, hasta el punto de postular la existencia de una criatura divina a la que llamó Cebra. En su novela Sivainvi, posiblemente autobiográfica, expone sus ideas sobre esta identidad y él mismo aparece como personaje, además desdoblado, como Philip K. Dick y Lovehorse Fat, traducción de su nombre del griego al inglés y de su apellido del alemán también al inglés. Acuciado por crisis psicóticas y sueños variopintos a los que daba el poder de un oráculo, Dick llegó a afirmar que él compartía su vida en dos mundos paralelos, el nuestro y otro en el que el Imperio Romano nunca cayó y en el que él era un cristiano de nombre Tomás. Estas ideas las expone en su novela El hombre en el castillo en la cual uno de los protagonistas pasa momentáneamente de su mundo en el cual el eje había ganado la segunda guerra mundial a otro en el que, al igual que en el nuestro, esto no había sucedido así. También resultó polémica su intervención en la convención mundial de ciencia ficción de Metz, Francia, en 1977 en la que afirmó:
"[...] Algunos de ustedes saben, estoy seguro de ello, que mi
novela El hombre en el castillo utiliza este tema. En esta novela hay un mundo
paralelo en el cual Alemania Japón e Italia ganaron la Segunda Guerra Mundial.
En un momento determinado, uno de los protagonistas, el señor Tagomi, es
transportado a nuestro mundo, aquel en el cual las fuerzas del Eje perdieron.
Permanece en nuestro universo un lapso de tiempo muy breve, luego se ve
proyectado a su punto de partida, aterrorizado, inmediatamente después de darse
cuenta de lo que ha ocurrido... y evitará volver a pensar en ello ya que todo ha
sido para él una experiencia profundamente desagradable. Como japonés, este
encuentro ha sido con un universo peor que su mundo cotidiano. Para un judío, y
por razones evidentes, el nuevo mundo sería infinitamente mejor.
En El hombre en el castillo no explico realmente por qué o cómo el señor
Tagomi se ha deslizado a nuestro universo; simplemente, se sentó en un parque y
estudió atentamente una joya moderna hecha a mano, con un diseño abstracto.
Concentró fuertemente su atención y cuando alzó de nuevo los ojos se hallaba en
otro universo. Si no doy ninguna explicación a este acontecimiento es porque no
tengo ninguna solución, y desafío a cualquiera, escritor, lector o crítico, a que den
una. No puede existir ninguna por la simple razón de que todos sabemos muy bien
que un tal concepto es tan solo una premisa de ficción; ninguna persona
mentalmente sana pretenderá ni siquiera por un instante que una fantasía así
pueda existir en la realidad. Pero pretendemos lo contrario por el simple placer del
juego. Entonces, si los mundos paralelos existen, ¿cómo están conectados, si se
descubre que están realmente conectados los unos a los otros? Si se trazara un
mapa de estos universos, mostrando su localización, ¿a qué se parecería ese
mapa? Por ejemplo (pienso que es una cuestión muy importante): ¿acaso están
absolutamente desgajados los unos de los otros, o acaso se superponen? Porque,
si existe superposición, entonces problemas tales como «¿Dónde existen?» y
«¿Cómo se pasa del uno al otro? admitirían posibles soluciones. Yo digo
simplemente que si estos universos existen, si se superponen realmente, es
posible que vivamos verdaderamente, literalmente, en varios mundos a la vezgrados distintos, a cada momento del tiempo. Y aunque nos veamos los unos a los
otros viviendo, caminando, hablando, algunos de nosotros quizá habiten porciones
relativamente más grandes de lo que se podría por ejemplo llamar el Universo
núm. 1; algunos otros de entre nosotros vivirían entonces una mayor porción del
universo núm. 2, la pista núm. 2 si ustedes quieren, y así sucesivamente, y no
serían simplemente nuestras impresiones subjetivas del mundo las que diferirían,
sino que habría una mezcla, una superposición de varios mundos dando como
consecuencia diferencias objetivas y no subjetivas. Las diferencias entre nuestras
percepciones serían la resultante de este estado de hecho. Añadiré esta
fascinante proposición: puede que algunos de estos mundos superpuestos se
hallen en trance de morir, de remontar el eje lateral del que hablaba, mientras que
otros se dirigen hacia zonas de mayor realidad. Estos cambios tendrían lugar
simultáneamente fuera del tiempo lineal. Estamos hablando aquí de un proceso
que es una transformación, una especie de Metamorfosis. Rematada de forma
invisible pero muy real. Y muy interesante. [...]"
novela El hombre en el castillo utiliza este tema. En esta novela hay un mundo
paralelo en el cual Alemania Japón e Italia ganaron la Segunda Guerra Mundial.
En un momento determinado, uno de los protagonistas, el señor Tagomi, es
transportado a nuestro mundo, aquel en el cual las fuerzas del Eje perdieron.
Permanece en nuestro universo un lapso de tiempo muy breve, luego se ve
proyectado a su punto de partida, aterrorizado, inmediatamente después de darse
cuenta de lo que ha ocurrido... y evitará volver a pensar en ello ya que todo ha
sido para él una experiencia profundamente desagradable. Como japonés, este
encuentro ha sido con un universo peor que su mundo cotidiano. Para un judío, y
por razones evidentes, el nuevo mundo sería infinitamente mejor.
En El hombre en el castillo no explico realmente por qué o cómo el señor
Tagomi se ha deslizado a nuestro universo; simplemente, se sentó en un parque y
estudió atentamente una joya moderna hecha a mano, con un diseño abstracto.
Concentró fuertemente su atención y cuando alzó de nuevo los ojos se hallaba en
otro universo. Si no doy ninguna explicación a este acontecimiento es porque no
tengo ninguna solución, y desafío a cualquiera, escritor, lector o crítico, a que den
una. No puede existir ninguna por la simple razón de que todos sabemos muy bien
que un tal concepto es tan solo una premisa de ficción; ninguna persona
mentalmente sana pretenderá ni siquiera por un instante que una fantasía así
pueda existir en la realidad. Pero pretendemos lo contrario por el simple placer del
juego. Entonces, si los mundos paralelos existen, ¿cómo están conectados, si se
descubre que están realmente conectados los unos a los otros? Si se trazara un
mapa de estos universos, mostrando su localización, ¿a qué se parecería ese
mapa? Por ejemplo (pienso que es una cuestión muy importante): ¿acaso están
absolutamente desgajados los unos de los otros, o acaso se superponen? Porque,
si existe superposición, entonces problemas tales como «¿Dónde existen?» y
«¿Cómo se pasa del uno al otro? admitirían posibles soluciones. Yo digo
simplemente que si estos universos existen, si se superponen realmente, es
posible que vivamos verdaderamente, literalmente, en varios mundos a la vezgrados distintos, a cada momento del tiempo. Y aunque nos veamos los unos a los
otros viviendo, caminando, hablando, algunos de nosotros quizá habiten porciones
relativamente más grandes de lo que se podría por ejemplo llamar el Universo
núm. 1; algunos otros de entre nosotros vivirían entonces una mayor porción del
universo núm. 2, la pista núm. 2 si ustedes quieren, y así sucesivamente, y no
serían simplemente nuestras impresiones subjetivas del mundo las que diferirían,
sino que habría una mezcla, una superposición de varios mundos dando como
consecuencia diferencias objetivas y no subjetivas. Las diferencias entre nuestras
percepciones serían la resultante de este estado de hecho. Añadiré esta
fascinante proposición: puede que algunos de estos mundos superpuestos se
hallen en trance de morir, de remontar el eje lateral del que hablaba, mientras que
otros se dirigen hacia zonas de mayor realidad. Estos cambios tendrían lugar
simultáneamente fuera del tiempo lineal. Estamos hablando aquí de un proceso
que es una transformación, una especie de Metamorfosis. Rematada de forma
invisible pero muy real. Y muy interesante. [...]"
Además, el escritor mexicano Roberto Bolaño afirmó de Philip K. Dick que era a los paranoicos lo que Lord Byron a los románticos.
Sobre su relación con las drogas valgan aquí sus propias palabras del epílogo de su novela A scanner darkly (Una mirada en la oscuridad), 1977, protagonizada por un policía de paisano que al investigar el origen de una droga nueva y altamente destructiva se mete tanto en su papel de drogadicto que no acaba por diferenciarse de uno de ellos:
Sobre su relación con las drogas valgan aquí sus propias palabras del epílogo de su novela A scanner darkly (Una mirada en la oscuridad), 1977, protagonizada por un policía de paisano que al investigar el origen de una droga nueva y altamente destructiva se mete tanto en su papel de drogadicto que no acaba por diferenciarse de uno de ellos:
Esta novela se ha referido a varias personas que sufrieron un castigo excesivo por lo que habían hecho. Deseaban gozar de la vida, pero eran como niños jugando en la calle. Veían a sus amigos morir uno a uno - atropellados, mutilados, destruidos -, pero ellos seguían jugando. Todos nosotros fuimos realmente felices durante algún tiempo, por muy terriblemente breve que fuera. El posterior castigo superó todo lo imaginable: no podíamos creerlo por mucho que lo viéramos.[...]
Esta novela está dedicada a todos sus amigos que murieron a causa de las drogas.
Decir también que Philip K. Dick (1928 - 1984) tiene su propio premio de ciencia ficción desde 1984 y se concede a la mejor novela original publicada en USA. Tim Powers, William Gibson, Rudy Ruker, Robert C. Wilson y Richard Morgan lo han ganado entre otros.
Por último decir que la fama de Dick ha transcendido el papel y ha saltado a la gran pantalla en multitud de ocasiones con adaptaciones más o menos conseguidas (y algunas totalmente fallidas).
Las películas basadas en cuentos o novelas de PKD son las siguientes:
Blade Runner, Ridley Scott 1982 basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Desafío total, Paul Verhoeven 1990 basada en el cuento Podemos recordarlo todo por usted.
Asesinos cibernéticos, Christian Duguay 1995 basada en el relato La segunda variedad.
Infiltrado, Gary Fleder (2002, 2004) basada en el cuento Impostor.
Minority Report, Steven Spielberg (2002) basada en el cuento El informe de la minoría.
Paycheck, John Woo 2003 basada en el cuento La paga.
Una mirada en la oscuridad, Richard Linklater 2006 basada en la novela Una mirada en la oscuridad.
Next, Lee Tamahori 2007 basada en el cuento El hombre dorado.
1 comentario:
Querida Mirta y demás amigos;
Un asunto más que interesante el que nos planteas esta vez. A tu pregunta bastaría responder con un sí rotundo... pero estoy convencido de que en esta ocasión se hace necesario argumentar la respuesta.
La Historia nos ha demostrado como es la idea original del narrador la que da paso a la realidad posterior de la fantasía. Aquí tendría total validez el axioma "Creer es crear". Y es que la mente es capaz de hacer realidad nuestros sueños más increíbles.
La Ciencia siempre va a remolque de la fantasía. Es la idea, el sueño... la magia, lo que hace que nuestro deseo se haga realidad. Ya lo anunció el Maestro: "Si tenéis un grano de mostaza de fe, le diréis a la montaña que os siga, y ésta os seguirá". Nada es imposible, absolutamente nada. Sólo requiere que estemos totalmente convencidos de que se puede hacer.
La literatura es pues, el proyecto, el mapa, o si se prefiere, el plano de lo que ha de acontecer, ya sea en forma de tiempo, o lo que esto significa para nosotros, ya sea mediante otros "universos paralelos", existentes en un cosmos indefinible por naturaleza, o mejor dicho, por nuestra incapacidad de descripción de lo que desconocemos.
La teoría de todas las cosas, está basada no en la experiencia en sí, sino en lo que intuimos que debería suceder de acuerdo a nuestro sistema racional. Un sistema que no es único ni exclusivo, y por tanto, no exento de "fallos genéticos", o quizás de una "programación limitadora" que impida acceder al "lenguaje fuente" que posibilitaría conocer la razón de todo.
Es por ello que la literatura forma parte de un "sistema operativo" que nos permite acceder allí donde la lógica de la razón no puede acceder, y por tanto, conocer aspectos que de otra manera nos resultaría casi imposible de conseguir. La literatura, además, nos permite ejercitar una parte de nosotros que nos conecta con todo el universo, al poner a nuestro alcance herramientas que no precisan de la lógica de la razón.
Negar la influencia de la literatura en todo lo que nos rodea, ya sea racional o paranormal, ficción o realidad, es como negar la existencia del aire, por el solo hecho de resultar invisible a nuestros ojos.
Un fraternal abrazo,
José Luis Giménez
www.jlgimenez.es
jlgimenez@jlgimenez.es
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