lunes, 24 de septiembre de 2012

ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER CON UN NOMBRE DE TRES LETRAS





ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER CON UN NOMBRE DE TRES LETRAS


Mir. Rodríguez Corderí

Eduardo había empezado a crear cuando aún le daban el biberón, aunque sólo mentalmente, en esa prodigiosa fuente intocada y virgen del pensamiento neonato.
Ya en el útero de su madre se fue conformando para ser un “manejador de las letras, un obrero de la escritura”.  No dio demasiadas patadas en ese vientre.  Claro, sería un intelectual aunque le hubiera gustado ser también un futbolista.

Del padre sacó lo flemático…raro verlo salirse de quicio, aún cuando su temperamento es “rebeldoso hasta lo catártico” como tantas veces le he dicho.
Hay frases que se caldean en lo arquetípico y subsisten en el éter como grabadas a fuego en la dermis memoriosa.  Esa era una de ellas.
Si tuviera que elegir alguna de las muchas que Eduardo me ha obsequiado a lo largo de “nuestra vida en contacto” no sabría por dónde empezar, o por dónde terminar, que es casi lo mismo.
Quizás sea mejor así, porque los comienzos y los finales no me agradan en absoluto.

Cuando se ocupa de mi personita – soy menuda para él pero parece verme alta, esbelta jovencita,  supongo que por imperio del cariño que nubla las miradas y rescata imágenes  de antaño –  me hace sentir una Emperatriz Galáctica. Una mujer investida de gran belleza y glamour. Una adorable y entrañable criatura terráquea. La delicada depositaria de una inteligencia brillante y excepcional…y tantas cosas más, tantísimas.


Recuerdo cuando dibujó en el aire su soliloquio "Ërase una vez".

Hacía tempranamente calor, aún yo no cumplía años, faltaba poco, por eso estimo que fue a finales de octubre o primeros días de noviembre. Estábamos en mi Estudio.  El jugaba con la  lámpara de mi escritorio - estilo inglés, pie de plata con tulipa verde – cuando comenzó a bosquejar un relato en el mismísimo aire. 
Con el tiempo lo he escrito con mis palabras exprimiendo la naranja de la memoria.
“Erase una vez  una mujer que encendía pasiones como pequeños foquitos diseminados todo a lo largo de su deambular;  pasiones con vocación de eternidad, de porsiempres y parasiempres.  
Sus ojos de negra noche emitían destellos que iluminaban aquello donde posaba su mirada.  Todos brillábamos a su alrededor pero ella no parecía percatarse. 
También nos opacábamos en su ausencia pero de eso ella no podía tener testimonio y, por ende, también lo ignoraba.

La palabra ternura era la que mejor la adjetivaba y sin embargo era fuerte, voluntariosa, decidida y radicalmente independiente.  Lo suyo era el amor incondicional y la generosidad sin fronteras individuales ni dosificación limitada. Por eso resultaba ser, además, profundamente amable.

Acostumbraba desaparecer por largos períodos.  Silencio de radio.  Silencio absoluto. Era en esas ocasiones que se la extrañaba tanto que nadie podía decir que no conocía los sentimientos que ella le  despertaba.  Le conocí tantos pretendientes y enamorados que un día, de puro cansancio, dejé de contarlos o  perdí la cuenta. Digamos que yo no me quedaba atrás, pero ésa es otra historia que a ella jamás le apeteció aceptar.

Cuando reaparecía en mi horizonte, anunciada por una luminosidad intraducible, el corazón me daba un respingo y la sonrisa se me estampaba en la boca, al socaire de mi deseo de simular apatía o desinterés.

Yo le decía en voz baja –para esconder la emoción – “Arribó mi cometa bianual” y ella sonreía: las señales en sus comisuras explotaban como vides maduras, sus pómulos se demarcaban como territorios sagrados y no era el momento de dejar de mirarla porque, simplemente, devenía utópico.

Siempre me sentí su padrino no sé bien por qué causa o razón ignotas, dado que ella ya escribía desde muy pequeña, poemas desde siempre, ensayos y cuentos más cercanamente. Quizás se deba a que ella admira todo lo que garabateo y eso me hace sentirme orgulloso de mí mismo, qué paradoja, un tipo como yo que no me enaltezco para nada.  
¿Deberíamos considerarla, entonces, fuente de vanidades en mi estoico territorio lleno de frugalidades? 
Sí, por supuesto, sin duda alguna.

Esta mujer es eterna.  
Vista de frente sus ojos compiten con sus pechos capitalizando las miradas.  
Viéndola de espaldas un hombre puede perder el pudor en las curvas protuberancias de sus glúteos que han hecho trastabillar a más de uno, doy fe. 
Pero lo más inolvidable, lo más granado y selecto es verla por dentro, donde lo sefirótico se confunde con lo mágico y las virtudes se convierten en maná para el hambriento o el gourmet de perfecciones.

Erase una vez una mujer tan para mí que pensé que los dioses me la habían conformado antes de poner el ideal armónico en mi memoria adeínica.  
No me casé con ella y sin embargo, es mi compañera  fiel, mi cómplice por elección, en presencia y en fuga, en materia y en éter.  
Sus raíces se combinan subterráneamente con las de este árbol añejo que ahora soy y me vivifican constantemente.

Erase una vez una mujer con un nombre de tres letras. “


Eduardo dejó de escribir su cuento en el papel incoloro y etéreo  que había elegido ese día, mientras jugaba con la lámpara de mi escritorio, a poco de mi próximo natalicio.

No escondí mi rostro y pudo ver las lágrimas que lo humedecían desde la emoción.  

Tampoco se sorprendió por ello. 

Supo que era mi forma de decirle gracias

No fue la primera vez ni sería la última que utilizaría ese encadenamiento de metáforas para dejarme suspensa en el cruce de dos coordenadas.  Para tenerme a mano con alguna forma siquiera.

Supe, al sentir más presión en el pecho que la habitual, que al día siguiente yo remontaría el vuelo cometario por un tiempo dilatado.  
Era mi forma de auto defensa, pero jamás se lo confesaría.
Aunque sospechaba que él ya lo sabía, de cierta forma rudimentaria, desde el tironcito imperceptible de alguna de sus raíces inmemoriales.





          

jueves, 13 de septiembre de 2012

La señal




LA SEÑAL


Mir Rodríguez Corderí


Cuando los gavilanes cruzaron volando mientras echaban al aire sus típicos gritos, Mirna pensó “malas nuevas”.  Inmediatamente se sobresaltó porque, como era obvio, los gavilanes surcaban ese mismo cielo por encima de su quinta ( terreno delante, casa, terreno detrás y quincho + parrilla)   cada día, sin que ese pensamiento viniera a su cabeza.

Se quedó reflexionando  en el significado de "gavilán", de "ave carroñera cruzando el cielo".  Meditó en gritos y en cada simbolismo que implicara mala noticia o mal augurio o mal agüero.

Mirna era una ávida lectora y empecinada estudiosa de cuestiones herméticas, desde que tenía uso de razón.

Lo atestiguaba una biblioteca que ya cubría dos paredes de su refugio-estudio.

El timbre la interrumpió y fueron el chico del carnicero con su entrega diaria y el vecino de enfrente que no perdía la oportunidad de cruzarse para sacarle charla cuando la veía abriendo el portón de hierro.  Se olvidó de las aves, sus alaridos y las consideraciones adosadas a  los mismos.

Esa misma tarde escribía un nuevo cuento.

Su ventana miraba al este y, por ende, no podía visualizar el sol poniéndose, espectáculo que le agradaba sobremaneraLos rojos, ya se sabe.

Pero vio claramente el regreso de los gavilanes echando al aire sus ronquidos de Re mayor y Si menor.  
Sintió nuevamente el estremecimiento de la mañana transitando su espina dorsal como una corriente eléctrica indolora.  
Rememoró otras agujetas igualmente eléctricas e igualmente temibles, rémora de una adolescencia rebelde e idealista.

Sabía que cada amanecer se sorprendía ligeramente porque  no había rastros de parte de la comida que su perro Noir dejaba en el plato, al igual que los huesos que no quedaban del todo limpios de carne.  
Sabía que eran los gavilanes, pero sentía una suerte de orgullo desgarbado por esa doble misión: alimentar a su perro y a los carroñerosIgual sentimiento  le surgía al  ver cómo las aves que le piaban  cada despertar habían ido por el arroz que invariablemente el ovejero belga dejaba en su plato o sobre el césped. 
Con razón  los benteveo, los zorzales, horneros y calandrias parecían cada vez más grandes y no dejaban de visitar sus  jardines ni un solo día en el año.

Le costó dormirse esa noche.

Tuvo un par de sueños absolutamente desapacibles: soñó que Gerardo Sofovich –un famoso empresario televisivo y teatral-  era su novio, la llenaba de halagos y romance pero desaparecía en la niebla onírica sin causa ni motivo alguno.

Acto seguido, soñó con Carlos, su segundo novio oficial, el de los 7 años consecutivos que manifestaba también mucho amor pero una suerte de impotencia sexual que lo obligaba a alejarse con la declaración oficial “de entrar al sacerdocio por una mezcla de necesidad y vocación”. Inaudito en un anarquista, descreído de la religión y de las instituciones de ese orden. 

No supo por qué esos sueños la despertaron , algo sudada, inquieta, aterrada sin percibir  el motivo a ciencia cierta.

No tardó, sin embargo, en saber con quién había realmente soñado: hurgó en el bodegón de conocimientos y surgieron el nombre por un lado y la característica etiquetadora por el otro.

Se relajó al saber que había soñado con su amor platónico su hombre a la distancia.

Desde finales de invierno, cuando la primavera ya era casi una profecía anunciada por las altas temperaturas nocturnas, patentes desde el mediodía hasta las 6 ante meridiano, había optado por dejar las ventanas ligeramente abiertas y  un solo postigón entornado.

El sueño la dominó gracias a la pastilla con melatonina que había tenido la precaución de ingerir.

No podía darse el lujo de prescindir del descanso nocturno ya que la operaban de la tiroides la semana entrante y tenía orden rigurosa de reposo.

El sueño la vencía cuando las palabras pasaron por detrás de sus párpados igual a un cometa fosforescente: “malas nuevas”, y se sumió en un profundo y oscuro abismo sensorial.

La nada.

Ni bien sintió que despertaba, aún sumida en esa nebulosa pre-vigilia, retiró las cobijas de su cuerpo –hacía calor- y tocó algo viscoso, rojo oscuro a pesar de no haberlo visto aún.¿rojo oscuro?

Abrió los ojos, levantó la mano, miró la sangre, ya coagulada y ennegrecida por el paso del tiempo necesario para coagularse y oscurecerse.

Dio un salto como si toda ella fuera un resorte hecho para respingar: a los pies de la cama yacía el gavilán muerto de un golpe de bate de béisbol.

A su derecha, el cuerpo exangüe de un hombre.

Se llevó las manos a los ojos, como para tapar el horror.

“Si no hubiera tomado ese medicamento para dormir profundamente”, pensó

Al mirar sus muñecas pudo constatar idéntica sustancia bordó - vaya ¡su color favorito!- con igual untuosidad, siguiendo por sus brazos, llegando a su garganta, la misma que divisaba por el espejo que obraba arriba de la cómoda : notó que su cabeza colgaba de un costado.

Y se hizo la sombra vertiginosamente.

MIR



miércoles, 12 de septiembre de 2012

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lunes, 10 de septiembre de 2012

Amas con misericordia. Deseas con virulencia. Autora: Mir Rodriguez Corderí







¿Quién hubiera dicho que estaba a centímetros de mis lúnulas la ternura-ola-envolvente de tus yemas?.

¿ Y que habrías de cubrir con tus hoyuelos  y con  el aletear de  pájaros que devienen del sonido de tu risa este gran vacío que dejó una espalda ausente?.

Este vacío.
Vacío de vaciedad.
Vacuo de vacuidad.
Donde hace pocos días atrás resonaron las últimas palabras que recuerdo haberle dicho al que ya no está:
- Amas con misericordia.  Deseas con virulencia –

Mis últimas palabras alegremente aceptadas antes de las posteriores que fueron tristemente rechazadas.  
Lamentable confusión que conduce inexorablemente a los adioses sin reversa.  Inexplicables.
Me fascina tu firmeza en esta impronta.
Combates su sombra –aún vacilando entre estas paredes ruinosas del espacio antes habitado- con una dulzura innata que nunca dejas de tejer a tu alrededor. 

Lo tuyo es tan puntual, tan aquí y ahora, que me parece imposible no haberme percatado antes de esa malla invisible con que me abrigas y proteges ni bien dices hola-cómo-estás.

Y sonríes. ¡Cómo sonríes! Mostrando sin pudor todos esos dientes con un uso menor al de aquéllos que habían mordido tanto y que ya escaseaban o dolían hasta la preocupación.



Lo pienso. ¿A qué mentirte?.  
Pero tu obstinada presencia me facilita huecos y más huecos en la memoria, en los que desparramas tu virilidad pujante, tus ganas de amarme sin reservas que ahora desbordan la oquedad y se me muestran sin turbación alguna, sin recato.  ¿Cómo no sentirte?.

Emerges de esa soledad a la que te condené sin saberlo, sin notarlo, de muy ocupada en habitar esa otra humanidad que hasta me mantenía ciega de tanto pegarme sus imágenes en los ojos.
…vas y vienes pendularmente, como no animándote a aceptar que ahora sólo soy yo y mi propia sustancialidad.

Quedas suspenso por un momento, cobijando un gesto de duda bajo tu nariz,  temblando casi en tus comisuras…y es cuando sonríes con tanta plenitud que hasta a mí me sabe increíble no habernos descubierto antes, aún con la presencia inconmovible del ahora ausente.

Me quedo mirándote fijamente y siento que debo pedirte perdón por tanta dejadez de mi parte, por tanta imbecilidad ubérrima.

Es que fueron muchos años, ¿sabes?.
Demasiado ritual de adoración.
Demasiadas ceremonias de luto y renacimiento.

Sé - desde esta fría consciencia que me ha invadido hace dos días, cuando los ojos se te inundaron sin querer, sin poder evitarlo -  que todo ha sido mi propia y exclusiva voluntad de amarrarme a ese muelle sin destino y borrar de mi mente la palabra desamarre.

Es absolutamente pecaminoso pensar que yo misma me inoculé el antídoto contra su indiferencia, su promiscuidad y su cinismo.
Pero es más abominable aún caer en la cuenta que me inmunicé ante sus fugas, sus clásicas y repetidas huídas sin aviso.

¡Tantas centurias de niebla y oscuridad para unos escasos días de sol y luz!. 
Ya ves, no valía la pena.  La realidad dictamina con crudeza, sin vacunas previas ni anestesias deliberadas.

Mientras tanto tú sonríes.
¡Y cómo!.


Habré de estrenar galas de suavidad inusual y entrenar mi piel para la tuya, tan joven, tan tersa, tan debutante.

Debo borrar huellas que me saben a inalterables.
Aunque más no sea intentaré no verlas, que es lo mismo que hacerlas desaparecer.

Porque si con mi sola voluntad edifiqué esa fortaleza, ¿quién puede negar que yo no pueda construir una nueva si acaso destruir aquélla se convirtiera en una utopía?.

Tú no dejes de sonreír
Ya que presumo que ahí se encuentra el milagro.

MIR

El discípulo


El discípulo



Vienes aprendiz
Despliegas tus desiertos frente a mí
Y derramo mis aguas sin medida

Devienes expertiz
Devoras con fruición mis raíces
Calendarias y sedientas de vida

Manejas ya el código.
Siento que tutorearte es  destino
Y esparzo lentamente la semilla

Eres tan pródigo
Y yo muy al contrario
Tan expectante de una maravilla

Eres tan joven
Que en esta suerte de tutela
Me siembro y me cosecho diariamente
Con cierto resquemor
De no superarme castañuela
Para  convertirme en tambor
¿Germinaré en tu savia finalmente?
Vine y devine maestra
Tu sino de discípulo me aterra:
Transfórmate en tutor.

MIR