jueves, 13 de septiembre de 2012

La señal




LA SEÑAL


Mir Rodríguez Corderí


Cuando los gavilanes cruzaron volando mientras echaban al aire sus típicos gritos, Mirna pensó “malas nuevas”.  Inmediatamente se sobresaltó porque, como era obvio, los gavilanes surcaban ese mismo cielo por encima de su quinta ( terreno delante, casa, terreno detrás y quincho + parrilla)   cada día, sin que ese pensamiento viniera a su cabeza.

Se quedó reflexionando  en el significado de "gavilán", de "ave carroñera cruzando el cielo".  Meditó en gritos y en cada simbolismo que implicara mala noticia o mal augurio o mal agüero.

Mirna era una ávida lectora y empecinada estudiosa de cuestiones herméticas, desde que tenía uso de razón.

Lo atestiguaba una biblioteca que ya cubría dos paredes de su refugio-estudio.

El timbre la interrumpió y fueron el chico del carnicero con su entrega diaria y el vecino de enfrente que no perdía la oportunidad de cruzarse para sacarle charla cuando la veía abriendo el portón de hierro.  Se olvidó de las aves, sus alaridos y las consideraciones adosadas a  los mismos.

Esa misma tarde escribía un nuevo cuento.

Su ventana miraba al este y, por ende, no podía visualizar el sol poniéndose, espectáculo que le agradaba sobremaneraLos rojos, ya se sabe.

Pero vio claramente el regreso de los gavilanes echando al aire sus ronquidos de Re mayor y Si menor.  
Sintió nuevamente el estremecimiento de la mañana transitando su espina dorsal como una corriente eléctrica indolora.  
Rememoró otras agujetas igualmente eléctricas e igualmente temibles, rémora de una adolescencia rebelde e idealista.

Sabía que cada amanecer se sorprendía ligeramente porque  no había rastros de parte de la comida que su perro Noir dejaba en el plato, al igual que los huesos que no quedaban del todo limpios de carne.  
Sabía que eran los gavilanes, pero sentía una suerte de orgullo desgarbado por esa doble misión: alimentar a su perro y a los carroñerosIgual sentimiento  le surgía al  ver cómo las aves que le piaban  cada despertar habían ido por el arroz que invariablemente el ovejero belga dejaba en su plato o sobre el césped. 
Con razón  los benteveo, los zorzales, horneros y calandrias parecían cada vez más grandes y no dejaban de visitar sus  jardines ni un solo día en el año.

Le costó dormirse esa noche.

Tuvo un par de sueños absolutamente desapacibles: soñó que Gerardo Sofovich –un famoso empresario televisivo y teatral-  era su novio, la llenaba de halagos y romance pero desaparecía en la niebla onírica sin causa ni motivo alguno.

Acto seguido, soñó con Carlos, su segundo novio oficial, el de los 7 años consecutivos que manifestaba también mucho amor pero una suerte de impotencia sexual que lo obligaba a alejarse con la declaración oficial “de entrar al sacerdocio por una mezcla de necesidad y vocación”. Inaudito en un anarquista, descreído de la religión y de las instituciones de ese orden. 

No supo por qué esos sueños la despertaron , algo sudada, inquieta, aterrada sin percibir  el motivo a ciencia cierta.

No tardó, sin embargo, en saber con quién había realmente soñado: hurgó en el bodegón de conocimientos y surgieron el nombre por un lado y la característica etiquetadora por el otro.

Se relajó al saber que había soñado con su amor platónico su hombre a la distancia.

Desde finales de invierno, cuando la primavera ya era casi una profecía anunciada por las altas temperaturas nocturnas, patentes desde el mediodía hasta las 6 ante meridiano, había optado por dejar las ventanas ligeramente abiertas y  un solo postigón entornado.

El sueño la dominó gracias a la pastilla con melatonina que había tenido la precaución de ingerir.

No podía darse el lujo de prescindir del descanso nocturno ya que la operaban de la tiroides la semana entrante y tenía orden rigurosa de reposo.

El sueño la vencía cuando las palabras pasaron por detrás de sus párpados igual a un cometa fosforescente: “malas nuevas”, y se sumió en un profundo y oscuro abismo sensorial.

La nada.

Ni bien sintió que despertaba, aún sumida en esa nebulosa pre-vigilia, retiró las cobijas de su cuerpo –hacía calor- y tocó algo viscoso, rojo oscuro a pesar de no haberlo visto aún.¿rojo oscuro?

Abrió los ojos, levantó la mano, miró la sangre, ya coagulada y ennegrecida por el paso del tiempo necesario para coagularse y oscurecerse.

Dio un salto como si toda ella fuera un resorte hecho para respingar: a los pies de la cama yacía el gavilán muerto de un golpe de bate de béisbol.

A su derecha, el cuerpo exangüe de un hombre.

Se llevó las manos a los ojos, como para tapar el horror.

“Si no hubiera tomado ese medicamento para dormir profundamente”, pensó

Al mirar sus muñecas pudo constatar idéntica sustancia bordó - vaya ¡su color favorito!- con igual untuosidad, siguiendo por sus brazos, llegando a su garganta, la misma que divisaba por el espejo que obraba arriba de la cómoda : notó que su cabeza colgaba de un costado.

Y se hizo la sombra vertiginosamente.

MIR



2 comentarios:

Ángel Saiz Mora dijo...

Mir, eres un torrente de inspiración, que pluma más felizmente prolífica la tuya.
Un saludo

Dos Mentes, Idea y Media dijo...

Y qué excelsa y fecunda es tu forma de expresarme y comentarme.

Te adoro
Mir