ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER CON UN NOMBRE DE TRES LETRAS
Mir. Rodríguez Corderí
Eduardo
había empezado a crear cuando aún le daban el biberón, aunque sólo mentalmente,
en esa prodigiosa fuente intocada y virgen del pensamiento neonato.
Ya
en el útero de su madre se fue conformando para ser un “manejador de las
letras, un obrero de la escritura”. No
dio demasiadas patadas en ese vientre.
Claro, sería un intelectual aunque le hubiera gustado ser también un
futbolista.
Del
padre sacó lo flemático…raro verlo salirse de quicio, aún cuando su temperamento
es “rebeldoso hasta lo catártico” como tantas veces le he dicho.
Hay
frases que se caldean en lo arquetípico y subsisten en el éter como grabadas a
fuego en la dermis memoriosa. Esa era
una de ellas.
Si
tuviera que elegir alguna de las muchas que Eduardo me ha obsequiado a lo largo
de “nuestra vida en contacto” no sabría por dónde empezar, o por dónde
terminar, que es casi lo mismo.
Quizás
sea mejor así, porque los comienzos y los finales no me agradan en absoluto.
Cuando
se ocupa de mi personita – soy menuda para él pero parece verme alta, esbelta jovencita, supongo que por imperio del cariño que
nubla las miradas y rescata imágenes de
antaño – me hace sentir una Emperatriz Galáctica. Una mujer investida de
gran belleza y glamour. Una adorable y entrañable criatura terráquea. La
delicada depositaria de una inteligencia brillante y excepcional…y tantas
cosas más, tantísimas.
Recuerdo cuando dibujó en el aire su soliloquio "Ërase una vez".
Recuerdo cuando dibujó en el aire su soliloquio "Ërase una vez".
Hacía
tempranamente calor, aún yo no cumplía años, faltaba poco, por eso estimo que
fue a finales de octubre o primeros días de noviembre. Estábamos en mi Estudio. El jugaba con la lámpara de mi escritorio - estilo inglés, pie
de plata con tulipa verde – cuando comenzó a bosquejar un relato en el
mismísimo aire.
Con el tiempo lo he escrito con mis palabras exprimiendo la naranja de la memoria.
Con el tiempo lo he escrito con mis palabras exprimiendo la naranja de la memoria.
“Erase
una vez una mujer que encendía pasiones
como pequeños foquitos diseminados todo a lo largo de su deambular; pasiones
con vocación de eternidad, de porsiempres y parasiempres.
Sus ojos de negra noche emitían destellos que iluminaban aquello donde posaba su mirada. Todos brillábamos a su alrededor pero ella no parecía percatarse.
También nos opacábamos en su ausencia pero de eso ella no podía tener testimonio y, por ende, también lo ignoraba.
Sus ojos de negra noche emitían destellos que iluminaban aquello donde posaba su mirada. Todos brillábamos a su alrededor pero ella no parecía percatarse.
También nos opacábamos en su ausencia pero de eso ella no podía tener testimonio y, por ende, también lo ignoraba.
La
palabra ternura era la que mejor la adjetivaba y sin embargo era fuerte, voluntariosa,
decidida y radicalmente independiente.
Lo suyo era el amor incondicional y la generosidad sin fronteras
individuales ni dosificación limitada. Por eso resultaba ser, además,
profundamente amable.
Acostumbraba
desaparecer por largos períodos.
Silencio de radio. Silencio
absoluto. Era en esas ocasiones que se la extrañaba tanto que nadie podía decir
que no conocía los sentimientos que ella le despertaba. Le conocí tantos pretendientes y enamorados
que un día, de puro cansancio, dejé de contarlos o perdí la cuenta. Digamos que yo no me quedaba atrás, pero ésa es otra historia que a ella jamás le apeteció aceptar.
Cuando
reaparecía en mi horizonte, anunciada por una luminosidad intraducible, el
corazón me daba un respingo y la sonrisa se me estampaba en la boca, al socaire
de mi deseo de simular apatía o desinterés.
Yo
le decía en voz baja –para esconder la emoción – “Arribó mi cometa bianual” y
ella sonreía: las señales en sus comisuras explotaban como vides maduras, sus
pómulos se demarcaban como territorios sagrados y no era el momento de dejar de
mirarla porque, simplemente, devenía utópico.
Siempre
me sentí su padrino no sé bien por qué causa o razón ignotas, dado que ella ya
escribía desde muy pequeña, poemas desde siempre, ensayos y cuentos más
cercanamente. Quizás se deba a que ella admira todo lo que garabateo y eso me
hace sentirme orgulloso de mí mismo, qué paradoja, un tipo como yo que no me
enaltezco para nada.
¿Deberíamos considerarla, entonces, fuente de vanidades en mi estoico territorio lleno de frugalidades?
Sí, por supuesto, sin duda alguna.
¿Deberíamos considerarla, entonces, fuente de vanidades en mi estoico territorio lleno de frugalidades?
Sí, por supuesto, sin duda alguna.
Esta
mujer es eterna.
Vista de frente sus ojos compiten con sus pechos capitalizando las miradas.
Viéndola de espaldas un hombre puede perder el pudor en las curvas protuberancias de sus glúteos que han hecho trastabillar a más de uno, doy fe.
Pero lo más inolvidable, lo más granado y selecto es verla por dentro, donde lo sefirótico se confunde con lo mágico y las virtudes se convierten en maná para el hambriento o el gourmet de perfecciones.
Vista de frente sus ojos compiten con sus pechos capitalizando las miradas.
Viéndola de espaldas un hombre puede perder el pudor en las curvas protuberancias de sus glúteos que han hecho trastabillar a más de uno, doy fe.
Pero lo más inolvidable, lo más granado y selecto es verla por dentro, donde lo sefirótico se confunde con lo mágico y las virtudes se convierten en maná para el hambriento o el gourmet de perfecciones.
Erase
una vez una mujer tan para mí que pensé que los dioses me la habían conformado
antes de poner el ideal armónico en mi memoria adeínica.
No me casé con ella y sin embargo, es mi compañera fiel, mi cómplice por elección, en presencia y en fuga, en materia y en éter.
Sus raíces se combinan subterráneamente con las de este árbol añejo que ahora soy y me vivifican constantemente.
No me casé con ella y sin embargo, es mi compañera fiel, mi cómplice por elección, en presencia y en fuga, en materia y en éter.
Sus raíces se combinan subterráneamente con las de este árbol añejo que ahora soy y me vivifican constantemente.
Erase
una vez una mujer con un nombre de tres letras. “
Eduardo
dejó de escribir su cuento en el papel incoloro y etéreo que había elegido ese día,
mientras jugaba con la lámpara de mi escritorio, a poco de mi próximo
natalicio.
No
escondí mi rostro y pudo ver las lágrimas que lo humedecían desde la
emoción.
Tampoco se sorprendió por ello.
Tampoco se sorprendió por ello.
Supo
que era mi forma de decirle gracias
No
fue la primera vez ni sería la última que utilizaría ese encadenamiento de
metáforas para dejarme suspensa en el cruce de dos coordenadas. Para tenerme a mano con alguna forma
siquiera.
Supe,
al sentir más presión en el pecho que la habitual, que al día siguiente yo
remontaría el vuelo cometario por un tiempo dilatado.
Era mi forma de auto defensa, pero jamás se lo confesaría.
Aunque sospechaba que él ya lo sabía, de cierta forma rudimentaria, desde el tironcito imperceptible de alguna de sus raíces inmemoriales.
Era mi forma de auto defensa, pero jamás se lo confesaría.
Aunque sospechaba que él ya lo sabía, de cierta forma rudimentaria, desde el tironcito imperceptible de alguna de sus raíces inmemoriales.
1 comentario:
Confesiones retrospectivas de una persona interesante con un nombre de tres letras.
Un abrazo
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